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LA MAGIA DE HACER QUE OTROS TOQUEN

Cierta vez le preguntaron a Héctor Berlioz (Francia, 1803-1869) qué instrumento tocaba y él los defraudó profundamente al responder con total sinceridad: “yo ninguno, pero hago que otros toquen”. Esta frase puede ser una acertada descripción de la dirección orquestal o coral, actividad a cargo de un silencioso personaje en el escenario quien durante todo el concierto da la espalda al público, mueve los brazos y al que todos los intérpretes obedecen mirándolo de reojo. Es una figura clave para coordinar cada parte musical en el conjunto y ofrecer una versión de la obra. Si miramos sus manos sin distraer la atención de lo que suena encontraremos que, de forma más o menos evidente según la elocuencia de su gesto, hay una correspondencia y una anticipación visual del resultado sonoro inmediato; esto se puede observar en el gran maestro argentino Daniel Baremboin (1942) dirigiendo la Sinfonía N°1 de Beethoven y además es de destacar cómo al final del concierto, Baremboin siempre prioriza el reconocimiento del público a los músicos de la orquesta antes de girarse para recibir los aplausos por su labor.

Hay tantas formas de dirigir como directores: algunos recurren a breves gestos de indicación mientras otros prefieren usar todo el cuerpo bailando y así contagiar la sensación de movimiento y el carácter de la música, tal vez un poquito más sueltos en el ensayo y con cierto disimulo en el concierto; tal es el estilo de la directora mexicana Alondra de la Parra al dirigir el Danzón n°2 de su compatriota, el compositor Arturo Marquez (1950). En cuanto a la relación con los instrumentistas, los hay quienes ensayo tras ensayo comparten con la orquesta imágenes e ideas que les suscita la obra a través de metáforas, sensaciones o comparaciones con experiencias de la vida; así es como Carlos Kleiber (1930-2004), construye al detalle la versión que tiene en mente; en el otro extremo, el de la intolerancia en el trato a los intérpretes, se ubicaría el reconocido Arturo Toscanini (1867-1957) quien cierta vez estalló con exageración contra un músico: “No puedo sino taparme la cara de vergüenza. Después de lo que ha sucedido esta noche, mi vida se ha acabado. Ya no puedo mirar a nadie a la cara. Pero él, él -dijo señalándolo-, dormirá esta noche con su mujer, como si no hubiera pasado nada”.

Dependiendo de la obra que se trate, algunos directores usan partitura o dirigen completamente de memoria, otros gesticulan con ambas manos o bien usan en una de ellas un diminuto palillo llamado batuta que los directores intercambian cuando la admiración es mutua así como los jugadores de fútbol intercambian camisetas. Este accesorio no siempre fue pequeño: en el s. XVII se usaba una vara de metal de unos dos metros que el director golpeaba en el piso marcando los tiempos. Pese a la polvareda que ocasionaba en la sala y su considerable peso, resultaba efectiva y con ella dirigía Jean Baptiste Lully (1632-1687); según cuenta la historia, una vez golpeó sobre su pie con la vara y la infección que le produjo fue la causa de su fallecimiento.

Dado que no se registró otro caso semejante al de Lully, puede decirse que la dirección orquestal no es cuestión de vida o muerte, más aún, según Richard Wagner (1813-1883) toda la habilidad de un director está comprendida en marcar el tempo correcto siempre para que surja la expresión de la música. En verdad, es a partir de Wagner que la dirección orquestal se practica como hoy día y los directores, reconocidos por su importante formación, son llamados “maestros” ya que enseñan el “mundo que se abre más allá de la partitura”, según palabras del director español Eduardo Cifre.

La necesidad de un director coordinando a un conjunto de intérpretes se hizo evidente desde la antigüedad y fue cambiando el método: el marcar con los dedos, con el pie o con un bastón; la ubicación del director entre orquesta y público, sentado en el teclado o como primer violín; la función y el gesto según el género musical; la relación con los compositores, músicos y público. No obstante, a lo largo del tiempo la figura ineludible del director ha tenido a su cargo aquello que se ha dado en llamar, contradictoriamente, “el lenguaje silencioso de la música”.


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