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¿QUÉ LE FALTA A ESA ORQUESTA?

Pareciera que todas las personas tienen el interés de hacer algún arte pintando, modelando, escribiendo y, principalmente, el deseo de tocar o cantar incluso si no han aprendido música; en estos casos, el hecho de no saber tocar un instrumento o cantar, la mayoría de las veces los relega al lugar de espectadores de quienes sí lo saben hacer. Y tal vez la situación que más ganas de participar despierta es hacer música en grupo como son las bandas, las orquestas o los coros formados por instrumentistas, directores o coreutas.

Pero como en todo, siempre hay excepciones y lo que sí llama la atención es cuando en la formación del grupo musical lo que falta, precisamente, son músicos: es el caso de la Portsmounth Sinfonia, una orquesta inglesa que, pese a ese detalle, se mantuvo activa diez años durante 1970; tuvo instrumentos, intérpretes, un director y por si fuera poco, una nutrida agenda de presentaciones, varias grabaciones en su haber y hasta un tema que la representaba, Classical Moddly.

Esta agrupación, que ostentaba con cierto orgullo el mote de “La peor orquesta del mundo”, despertó el interés general y varios músicos académicos se unieron a ella pero con instrumentos que no dominaban. Su creador y director fue el inglés Gavin Bryars (1943), un músico muy particular de quien podría decirse que concentraba su atención en esa necesidad de experiencia musical en un conjunto: ¿por qué desean interpretar música quienes no se han formado para ello? ¿Qué pasa con la música en sus manos? De este modo, comenzó dirigiendo un repertorio canónico que ya de algún modo resultaba familiar, como Así habló Zaratustra de Richard Strauss, la Obertura de Guillermo Tell de Rossini en la que participó Brian Eno, o El Danubio Azul de Johann Strauss; luego, incorporó canciones comerciales, del pop y del rock. Más allá del humor, había un fuerte compromiso con el grupo, quien quisiera podía incorporarse bajo condición de ensayar y no tocar mal adrede.

Bryars continuó indagando en experiencias musicales también como compositor. Se inspiró en la anécdota del cuarteto de cuerdas del Titanic que tocó hasta el final de su naufragio (1912); según el relato de un sobreviviente: “la forma en que seguían tocando era algo tan noble… lo último que vi de la banda (…) fue que continuaban en la cubierta tocando Songe d’Automne”. Después de leer la historia, este director inglés se preguntó: ¿cómo se escucharía la música sumergiéndose en el agua? ¿qué significación tendría para los que la tocaron hasta el último momento en medio de una situación dramática? Entonces, sobre la misma tonada, compuso The Sinking of the Titanic: una obra con instrumentaciones opcionales, a la que fue incorporando y sobreponiendo código morse, relatos, el impacto contra el iceberg, la transformación del sonido y más recursos. El resultado es una pieza contemplativa y extremadamente conmovedora.

Otra de sus obras más emblemáticas surge del encuentro casual con un grupo de indigentes ebrios que cantaban en la calle de un barrio marginal de Londres. Primero les ofreció un micrófono y comenzaron a cantar, luego seleccionó la voz del único sobrio del grupo, un anciano que repetía serena e incansablemente una tonada religiosa: Jesus blood never failed me yet. Nuevamente, Bryars se preguntó: ¿Qué significación tenía ese himno de fe para un desamparado y por qué su necesidad de cantarlo? Con ese material, compuso una obra homonima en la cual acompañó la interpretación original sin corregir sus irregularidades y así la especial sensibilidad de este músico se detuvo en una expresión auténtica, sincera y la convirtió en una pieza.

Tal vez lo que Bryars sentía que hacía falta era capturar esa necesidad de hacer música de cualquier modo y en cualquier circunstancia, recuperar una vivencia muy personal e íntima más allá del repertorio, la corrección y el virtuosismo. Y con ello hizo su obra.


Imagen: Atlas Oscura



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