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MÚSICA AL AIRE LIBRE

Hace poco más de cincuenta años tuvo lugar un concierto al aire libre que marcó un hito en la historia de los eventos musicales masivos (¡fue mucho más que eso!) y desencadenó una oleada de recitales semejantes en Europa y América. Nos referimos a Woodstock en EEUU en 1969 y sus repercusiones estrechamente vinculadas a la música pop y el rock.

Ya en México, un siglo antes, se habían realizado conciertos en espacios abiertos o semicubiertos con gran capacidad de público y que duraban muchas horas; el primero fue en 1858 y se interpretó lo que por entonces era la música de concierto más popular: las conocidas arias de ópera italiana que los asistentes tarareaban junto con los cantantes y las orquestas.

Desde sus orígenes, la ópera mantuvo en todo tiempo y lugar una cercanía emocional y expresiva con el público que es única entre los géneros musicales académicos. Por ello resultó ideal para adaptarla a estas propuestas de participación bajo el formato de potpourri, es decir, una mezcla de arias y pasajes instrumentales muy melodiosos y cantables. En la actualidad son muy convocantes en Europa los Ópera Potpourri del violinista y empresario André Rieu en los que monta un espectáculo ensoñador con vestuario, escenografía y música del s. XIX.

Los conciertos de repertorio abiertos a todo público, gratuitos o por una paga mínima, se conocieron en un principio como Promenade Concerts y todavía hoy son muy exitosos en Londres; durante esos días es posible escuchar todo tipo de música, tanto antigua como contemporánea y, como no podía faltar, fragmentos de ópera. Si bien ahora los conciertos se realizan en el Royal Albert Hall, conservan el nombre de cuando a mediados del s. XIX un músico francés Philippe Moussard trasladó a Londres su próspera iniciativa de conciertos de paseo por jardines y parques de la ciudad. Tan rentable y exitosa era la propuesta, que tuvo que enfrentar a un contrincante bastante ingenioso, Louise Antoine Jullien a cargo de los llamados conciertos de invierno. Ambos músicos eran histriónicos, montaban espectáculos estrafalarios y atrajeron a un público sin más pretensiones que escuchar valses, divertirse con galopas, polcas y quadrillas y cantar canciones tradicionales; todo esto al son de orquestas y coros ubicados en templetes.

De esta forma, entre los dos franceses aseguraron a los londinenses una agenda entretenida y gran parte de este éxito tenía que ver con una tradición aun anterior, del s. XVIII, cuando otro extranjero, el compositor alemán Georg Haendel, era el músico más destacado de Inglaterra. Haendel respondía a las órdenes del rey Jorge I e interpretaba la grandilocuencia de sus pedidos a la perfección, al punto que, para un importante acuerdo político, compuso Música para los Reales Fuegos de Artificio y para el entretenimiento de la realeza, escribió Música acuática que amenizaba un gran espectáculo de barcazas llevando a la corte y los músicos a lo largo del Támesis. Poco importó al fin de cuentas que, según las crónicas de entonces, en el estreno se incendiara todo el edificio que contenía los fuegos o que los precarios botes se desestabilizaran por la corriente del rio pues en ambos casos la convocatoria fue masiva y el entretenimiento estuvo asegurado. Espectáculos de este tipo eran una oportunidad para el disfrute social de todas las clases y de una magnificencia difícil de olvidar, como nos podemos imaginar viendo las reediciones que actualmente se hacen.

Hay algo de ese compartir la música en vivo que no han podido suplir ni toda la industria discográfica que se desarrolló desde Woodstock ni más recientemente las plataformas digitales y las redes sociales virtuales; tal vez se trate de algo humano muy primitivo, una necesidad de emocionarse en grupo, de hacer vibrar por simpatía el cuerpo, de sintonizar con otros, de seguir a un líder que expresa un sentir y le da la forma que esperamos. Por la razón que sea, sin duda esta actitud es la respuesta a algo que va más allá de la música y, a su vez, pasa por ella.


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