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EL PROBLEMA ES LA DANZA


Las prohibiciones aplicadas al arte en general no han desconocido épocas. Al volver la vista hasta las más lejanas épocas de las que se tiene registro, se observa que ininterrumpidamente han habido diferentes censuras para las más diferentes formas artísticas y por las más diversas razones entre las que se nombra reiteradamente la acusación de obscenidad y de ofensa a personas, instituciones o creencias. La música no quedó fuera de esta historia, ni siquiera las obras puramente instrumentales, como sucedió en la Alemania nazi con gran parte de la producción posterior a Johannes Brahms (1833-1897) y, en especial, con el repertorio escrito por autores judíos cuya lista se publicó en 1938 bajo el rótulo de “música degenerada”. En forma más frecuente, la utilización de la música en pro de ciertos valores o como escarmiento de otros se produjo en la música con texto como las canciones de protesta o arenga partidaria, los himnos, marchas y repertorio patriótico. Entre los muchos motivos posibles, algunas melodías sufrieron censura por sus textos “pecaminosos y atrevidos”, tal el caso del cancionero popular de los siglos XVII y XVIII prohibido a discreción por el Tribunal de la Inquisición y hoy difundido por toda España y América que incluye la Canción Nueva del Potrito, El Pájaro Extranjero y el famoso El Chuchumbé “un canto que se ha extendido por las esquinas… sumamente deshonesto”, prohibido en 1766. A lo largo de los siglos, muchas tonadas perduraron gracias a los cambios en la letra pero conservando sus componentes musicales (fraseo, armonía, ritmo, etc.) como sucedió con Blowin’ in the wind (1963) de Bob Dylan (E.E.U.U, 1941) adaptada para los oficios religiosos.

En su relación con la danza, a la música no le fue mejor que en los casos anteriores porque ¿quién puede estarse quieto cuando un ritmo enérgico impulsa el discurso musical?, ¿acaso queda alguien sin mecerse al son de un suave balanceo de compas? En este binomio pareciera que las “culpas” son compartidas, pero no es tan así, pues el veto recayó principalmente sobre las coreografías. Antiguos bailes que por el s. XVI fueron recopilados en una suite o conjunto de danzas eran censurados por indecentes, entre ellos, la ágil Volta, que se destacaba por veloz y enérgica entre las apacibles danzas de la corte; fue un ejemplo de gestualidad no permitida ya que en la acentuación de cada final de frase, el caballero alzaba a la dama. En Inglaterra se hizo famosa la volta del ejemplo citado que integra la prolífica producción de William Byrd (1543-1623): fue compuesta en base a “la Italiana”, una melodía más antigua original para laúd, que Byrd varía, ornamenta e incluye en sus obras para virginal.

Un heredero de esta danza y de un tradicional baile tirolés es el vals que, desde fines del s. XVIII, también dio de qué hablar en los salones de la realeza pero muy poco tiempo después llegó a ser sinónimo de una Viena próspera. Resistida al principio por la cercanía de los cuerpos, esta danza se difundió por las entonces novedosas casas de baile y una reconocida familia de músicos la hizo famosa en todo el mundo: nos referimos a las tres generaciones de apellido Strauss que a lo largo del s. XIX compusieron los hoy tan conocidos El Danubio Azul, Vals del Emperador, Vals Sangre Vienesa, entre otros.

Algunos bailes se difundieron y finalmente lograron imponerse pese a su procedencia marginal, como en el caso del cancan cuya coreografía se originó en los bailes de cuadrilla de comienzos del s. XIX en París cuando algún audaz bailarín alzó en demasía una pierna provocando un verdadero “escándalo” (traducción literal de cancan). La música más popularizada para este osado baile fue Orfeo en los Infiernos (1858) del compositor francés Jacques Offenbach (1819-1880); su repertorio está compuesto en su mayoría por operetas y operas cómicas como la mencionada que en su segundo acto incluye esta famosa “Galopa”.

La lista de prohibiciones es tan larga y amplia como inútil ya que la historia demostró que la aceptación termina imponiéndose y que la música en todos los casos ha sorteado las dificultades y ha trascendido hasta hoy sin opacar la merecida fama de sus compositores. A fin de cuentas, como decía el folklorista salteño Gustavo “el Payo” Solá (1908-1962), “el que toca nunca baila” resultó una ventaja para los músicos quienes, desde un rincón, llenaban las pistas de baile.

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